Por María de la Luz.
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí, así que el famélico hombre se levantó y en un nuevo intento por espantar al enorme vertebrado volador hizo toda clase de ruidos y señas. El animal que permanecía impasible ante los desmanes de aquel ser, no sólo no se movía sino que además no dejaba de mirarle con sus grandes ojos bonachones. Cansado de gesticular, el hombre volvió a su lecho de enfermo no sin antes echarle al dinosaurio unas migajas de pan que le habían sobrado de la cena. El dinosaurio tenía una cabeza muy grande, extenso cuello, una cola fuerte y robusta, patas traseras con afiladas garras, unos trece metros de altura aproximadamente y unas largas alas que semiextendidas yacían sobre el piso. El atormentado hombre se acostó y cerró sus ojos sin dejar de murmurar que nunca lograría ahuyentar a ese misterioso animal, además, no podía entender como semejante dinosaurio de color verde grisáceo había logrado entrar en su habitación.