Por María de la Luz.
Era una de esas historias que anda por ahí, escrita sin palabras. Era de esas historias que son terriblemente extrañas y desesperadamente dilatadas en el tiempo, de esas que no se pueden soltar, ni dejar ir, que están irremediablemente condenadas a las suposiciones propias y ajenas, que acumulan recuerdos vividos y recuerdos que se quedaron por vivir, y que sobrepasan el tiempo límite que tiene toda historia. Era una de esas historias que moría pero que a la vez no terminaba de morir, envuelta en el silencio, en la distancia, en la soledad, salpicada de miradas puntiagudas, de ajenos rostros sorprendidos, de impropias actitudes entrometidas, acorralada por el temible y déspota yo y por un insondable misterio. Era de esas historias de las que es casi imposible curarse, carente de besos, de caricias, de miradas, alimentada por el dolor y por la certeza de quien no acostumbra a mentirse a sí misma. Esa historia terriblemente extraña lograba convertir a la esperanza en un fantasma, y a la vez, convertía al fantasma en duende, un insistente duende que jugaba juegos de ilusión. Era de esas historias a la que vientos nuevos empujaban al pasado pero que repentinas lluvias de lágrimas traían al presente. Era una de esas historias que te elijen, por inocente, por tonta o porque te atraviesas en su camino. Y después de todo y de nada esa historia terriblemente extraña fue mi historia de amor.