Por Óscar Izquierdo | Ya entrados en el siglo XXI seguimos sufriendo el azote que ha acompañado a la humanidad desde siempre, a saber, las terribles guerras, donde todos pierden ya que nadie sale beneficiado, incluso consiguiendo al final del conflicto los objetivos primarios que llevaron a emprenderla, ya que por medio se han quedado muchos damnificados, muerte y destrucción. Es obvio que deben ser evitadas a toda costa, porque precisamente su monto es incalculable en dolor, ruina, devastación y mucha desolación. Que los conflictos sangrientos sean actualidad en estos momentos en muchos lugares del planeta, es sintomático de que se ha suspendido el aprendizaje de la historia, volviendo una y otra vez sobre los mismos vómitos que generan. Si analizamos el avance de la civilización solamente bajo el parámetro o variable de las guerras, en vez de prosperar, lo que estamos transitando es un profundo retroceso vergonzante.
Que a estas alturas de la cronología humana sigamos igual o peor que hace siglos, demuestra que el empeoramiento es un significativo aclaratorio del deterioro civilizatorio. El progreso es evidente en casi todos los ámbitos auscultados desde cualquier actividad, menos en las relaciones políticas internacionales e incluso étnicas, económicas o culturales, donde prevalece el frentismo absoluto que lleva directamente a la confrontación desmedida. La guerra lleva implícita efectos indeseados, muchas veces incontrolados, por lo que evitarla será siempre la mejor victoria.
Millones de personas están padeciendo el azote destructivo que generan, cambiando radicalmente sus vidas, perdiendo todo, incluso la propia dignidad y produciendo un efecto rebote repleto de infortunios, más el odio añadido en las próximas generaciones. Los sacrificios que se producen durante la conflagración nunca serán lo convenientemente recompensados, por lo que la búsqueda de alianzas, acuerdos y consensos son impagables y no lo decimos sólo desde un punto de vista económico, sino principalmente humano. El presidente Abraham Lincoln lo manifestó grandiosamente cuando dijo que “destruyo a mis enemigos cuando los hago mis amigos”.
Quizás lo más espeluznante es que estamos tan acostumbrados que no le damos la importancia peyorativa que llevan implícitos los conflictos armados, porque el avance tecnológico en los medios de comunicación social, hace que seamos espectadores de primera fila desde nuestras casas a través de la televisión o cualquier otro medio informativo. Puede ser que nos hayamos acostumbrado a ver imágenes horripilantes sin inmutarnos, porque se ha perdido la compasión, cual sentimiento de tristeza causado por el sufrimiento ajeno que lleva incorporado la pena, ternura y la identificación ante los males de alguien. Es terrible comprobar como en un grado significativo societario no hay sentimiento alguno de conmiseración, que nunca debemos olvidar que sigue siendo esa compasión o lástima hacia el que sufre o para hacernos recapacitar del valor inmenso e insustituible de la paz. Lo que vuelve al hombre un animal irracional es la guerra y lo que lo hace inteligente es el alejamiento de cualquier conflicto. El escritor Mark Twain dijo bellamente que “la guerra es lo que ocurre cuando fracasa el lenguaje”. Añadiríamos que es cuando fracasa el humanitarismo, la escucha atenta, la capacidad de ceder cuando hay peligro de combate.
Puede aparentar demagógico lo que vamos a escribir seguidamente, pero en realidad es una declaración de rabia, al recordar las ingentes cantidades de financiación que se están invirtiendo en el progresivo rearmamento en todas las naciones, cuando por otro lado, faltan cubrir las necesidades básicas de los ciudadanos. Es una paradoja mortal, cuando tenemos delante de nuestros ojos la hambruna, que es la mayor de las injusticias, causada mayoritariamente por las guerras, los desplazamientos migratorios o enfermedades que producen. Nunca más.