Por Óscar Izquierdo | Virtud tan apreciada, significando esa extraordinaria capacidad de padecer o soportar algo sin alterarse, hacer cosas minuciosas, pesadas y esperar con seguridad cuando algo se desea mucho, se ha perdido totalmente en Canarias, especialmente en relación con las soluciones, que nunca llegan, a los más graves problemas que padecemos por estos lares. Uno de los principales, siendo el más persistente, afectando tanto a los ciudadanos como al complejo tejido empresarial, muy especialmente al conjunto del sistema productivo y de los demás ámbitos existenciales, es la demora en la resolución de expedientes, sean del tipo que sean, da la mismo si es un trámite engorroso o el más sencillo a despachar, dentro de la burocracia, que se ha convertido en una madeja tan embrollada que no hay manera de tirar de la hebra para desenredarla. Tampoco es que se deje, ni tenga interés alguno en buscar remedios a sus males, que por cierto son muchos y clamorosos.
Lo que que debería funcionar como una herramienta ágil, al servicio del interés general, que es precisamente su función, se ha convertido en un intrincado laberinto de trámites parsimoniosos, duplicados sin sentido, peticiones de documentación al administrado que ya la tiene la propia peticionaria, informes sectoriales que nunca llegan o tardan hasta el infinito y así podríamos enumerar una cantidad de obstáculos, muchos ridículos, que dificultan una desenvoltura normalizada no sólo de la actividad económica, sino también de la entera vida social.
Se está generando, ya muy madura, una verídica frustración y desconfianza hacia lo público, porque claramente está limitando el crecimiento económico y el desarrollo sostenible, retrasando proyectos estratégicos y transmitiendo la sensación real de que la burocracia está más preocupada por mantener su propia inercia, es decir, porque nada cambie, que por cumplir con su función estratégica. La tramitación por cualquier servicio o departamento público de un expediente, que debería ser un procedimiento eficiente, incluyendo la seguridad jurídica, lo que conlleva sencillez y claridad legislativa y ahora más que nunca la digitalización de todos los procedimientos para hacerlos rápidos, seguros y eficientes, no consigue sus objetivos, entre otras cosas porque no los tiene clarificados, cuantificados, medibles y productivos. En la modernidad, muchas veces asombrosa, donde todo no sólo es rápido, sino instantáneo, nos topamos literalmente con la pachorra, funcionando a un ritmo muy inferior al que exige la sociedad actual, de quienes no saben o no quieren entender la importancia que tiene el tiempo en la vida personal y social de las personas.
Lo que podría salir adelante en días o como mucho tardar meses se dilata en el tiempo por años sin respuestas o disculpas razonables. Los retrasos son, no sólo, un inconveniente menor al que se le vuelve la cara sin más tiene consecuencias graves y tangibles. La pérdida de inversiones, empresas en el limbo de su propia existencia, cancelación de ilusionantes proyectos, pérdidas de ayudas sociales que son por sí mismas son urgentes, imposibilidad de emprender no porque uno no quiera, sino porque no le dejan, merma en la creación de empleo, que recordemos es la mejor política social que se puede implementar. Es por lo tanto nítido las consecuencias que acarrea la flemática burocracia, a saber, gravísimas, es más, penosas y desesperantes, ya que implica oportunidades desperdiciadas que a lo mejor no vuelven a producirse nunca.
Todo lo denunciado está envuelto no en papel comercial, sino en una alarmante y agobiante falta de transparencia. El silencio o para especificarlo más certeramente el escondite administrativo, conlleva desconfianza y aversión hacia los políticos y los empleados públicos y es que se lo han ganado con creces.