Hablar o escribir sobre los empresarios no es cansino, todo lo contrario, una obligación ética. Después de publicado un artículo la semana pasada, en este mismo medio de comunicación, haciendo un elogio al empresario o a la empresaria, he recibido muchas muestras de agradecimiento, las cuales agradezco profundamente, porque fue realizado con la conciencia clara de un deber por cumplir.
Como se suele decir popularmente, casi siempre aparecen como los malvados de la película, sufriendo generalizaciones injustas, cuando la realidad es que tienen una función principal, no sólo constitutiva del ordenamiento económico, sino una influencia determinante y directa en la vida social y ya no digamos en su competencia empleadora, donde miles de trabajadores y trabajadoras o núcleos familiares, encuentran el sustento básico para sostenerse económicamente.
Hay que cambiar el señalamiento malsano y malvado, por la recuperación de una apreciación valorizada. Precisamente son los buenos del filme cinematográfico. Los emprendedores, en el sentido estricto de acometer y comenzar una obra, negocio o empeño, especialmente si encierran dificultad o peligro de cualquier clase, son merecedores de reconocimiento público, por su valentía, que nunca me cansaré de exponer, como la característica definitoria del empresariado.
Quien se aventura, es porque tiene agallas, es inconformista con lo que hay y ve perspectivas nuevas de negocio, queriendo progresar, porque tiene dentro de sí mismo, un motor llamado esfuerzo, basado en una continua aplicación de la meritocracia, que es implicarse para conseguir o alcanzar algo que se intenta o desea lograr, cueste lo que cueste.
Hay que tomar decisiones, en muchos casos, más que esenciales, vitales, también intrépidas, osadas y atrevidas, en un mundo con una inseguridad manifiesta, agrandada con una inquietud persistente, que produce frecuentemente desasosiego, pensando en el largo plazo, porque cuando se acomete una andanza empresarial, no es de hoy para mañana, se tiene un horizonte sin fin.
La implantación de un dinamismo, como energía activa y propulsora, hace crecer, lo que se ha plantado y regado con lágrimas en muchas ocasiones. El empresario produce riqueza, personal y comunitaria y sin lugar a duda mejora el mundo que lo circunda.
Quien no lo ve de esta manera, es porque tiene los ojos cerrados por la ideología, antipatía o envidia, que de eso abunda mucho. La empresa, como esa unidad de organización, contribuye al bien común. Es una comunidad de personas, cada cual en el puesto asignado o requerido en cada momento. Por lo que es trascendental amparar la dignidad radical de la persona, como individuo con derechos y deberes, incluso, es más, inexcusablemente su preeminencia sobre los medios o bienes materiales.
El empresario es el catalizador, como estimulador del desarrollo de un proceso de producción de obras, bienes y servicios. Pero no se queda sólo en esa parte material, en sí misma origen de su iniciativa, sino que es muy perceptivo, con talante de servicio, ante la objetividad de su entorno, queriendo mejorarlo relevantemente, principalmente, facilitando oportunidades de desarrollo y crecimiento personal.
Estoy inapelablemente de acuerdo con Phil Libin, una voz reconocida en la industria tecnológica, nacido en Leningrado, Rusia y desde niño viviendo en Estados Unidos, siendo uno de los gurú de Silicon Valley, cuando expresa contundentemente que “existen muchas malas razones por las cuales empezar una compañía, pero sólo existe una buena y legítima razón: cambiar el mundo”. Esto es pensar, para actuar a lo grande, sin miedo, comiéndose los obstáculos, para digerirlos, sacándoles el supremo provecho.
También es una luz para mirar, la de Vince Lombardi, que fue un entrenador de fútbol americano estadounidense de ascendencia italiana, al sentenciar, “los ganadores nunca renuncian y los que renuncian nunca ganan”. Oscar Izquierdo