Por Óscar Izquierdo | Hemos comentado muchas veces el significado de la palabra “sueldólogo”, como aquella persona que vive exclusivamente de la ocupación de cargos públicos, siendo un burócrata del partido o un adulador nato del líder para que lo tenga en cuenta, en puestos de salida, a la hora de confeccionarse las listas para cualquier proceso electivo. No tiene oficio ni beneficio fuera de la política, por lo que cuando gobierna su formación tiene asegurado un sueldo durante cuatro años, pero cuando no gana, pasa a la oposición, donde hace mucho frio. Por eso se desgañitan en épocas cercanas a la celebración de elecciones, donde hay sables por todos lados en cualquier dirección, con tal de aparecer al final en la papeleta ocupando el sitio oportuno. Se parecen a humanistas del sigo XVI, que tenían amplios conocimientos en las variadas ocupaciones materiales o intelectuales, pero fraudulentos, porque no tienen rubor en aceptar cualquier cargo directivo o de confianza en la gobernanza de la cosa pública, careciendo de la formación adecuada. La verdad es que son todo lo contrario, porque generalmente carecen de los conocimientos suficientes y eficientes para llevar a cabo con éxito la labor que le encomiendan, siendo la medianía personificada.
La política no debe ser una profesión, sino un servicio público en su esencia más pura, una vocación. Sin embargo, se ha producido una preocupante profesionalización de la actividad. Cada vez son más los casos de personas que hacen de la política su único modo de vida, permaneciendo décadas en cargos públicos sin contacto con la realidad. El filósofo Aristóteles señalaba que la política “es una forma de mantener a la sociedad ordenada con normas y reglas”. Esto exige mucha ética, por encima de ideologías o partidos políticos, recayendo una grave responsabilidad en quienes conforman los distintos gobiernos en los diferentes espacios territoriales, a saber, estatal, autonómico insular o local, para administrar lo público con excelencia.
Se está distorsionando el fin de la política, ya que en la mayoría de los casos se antepone la supervivencia en el cargo, intereses personales o los de partido, por encima del bien común. El servicio público exige entrega, deontología y sentido de la responsabilidad, no cálculos electorales ni estrategias de marketing personal. Debe entenderse siempre y quien piensa lo contrario se equivoca de manera flagrante, como un paso temporal por el que un ciudadano contribuye al bienestar colectivo y luego regresa a su vida civil. El problema surge que cuando sucede esto, puede ser no haya nada donde ocuparse.
La profesionalización política es la mediocridad. Muchos no destacan por su formación, méritos o experiencia previa en otros sectores, al contrario, es el vacío absoluto. Su única cualificación para tener en cuenta es haber escalado puestos, a base de pisar a otros, dentro de las estructuras partidistas. Este fenómeno genera gobiernos y parlamentos con perfiles de tonos demasiado grises, desconectados de los problemas reales, tan sólo preocupados por el sueldo y prebendas añadidas. Mantenerse en el poder se convierte en una necesidad vital para muchos.
Lo ideal o la utopía sería que, frente a este modelo caduco, impropio y deleznable, se impusiera la rendición de cuentas con transparencia y sobre todo, que regresaran a su actividad profesional, quien las tenga, tras su paso por la gobernanza pública. De esta manera se aporta valor, experiencia del mundo real y una visión más desinteresada, ya que no dependen de la política para subsistir. De hecho, muchos de los grandes líderes históricos no fueron profesionales de la política, sino ciudadanos comprometidos que asumieron temporalmente la responsabilidad de representar a los suyos. Que cunda el ejemplo.