Por Óscar Izquierdo | Vivimos un mundo donde la rapidez, diríamos que la inmediatez, absolutamente omnicomprensiva, es la premisa de casi todo, haciéndose realidad lo instantáneo. Las esperas se hacen insoportables, sean cuales sean, aunque signifiquen en realidad poco tiempo, ya que ahora es medido por lo súbito. Las nuevas tecnologías con la incorporación audaz de la Inteligencia Artificial, que parecían ciencia ficción o para implementar en un futuro lejano, ya están aquí en todos los lugares, ambientes y circunstancias vivenciales. La llegada de este verdadero tsunami impone una adaptación profesional, técnica y generacional, que no puede posponerse de ninguna manera, puesto que ello significaría sencillamente no poder hacer nada, quedarse atascado añorando tiempos pasados que nunca volverán.
Franz Kafka, escritor checoslovaco sentenció que “el progreso se evapora y deja atrás una estela de burocracia.”, que es lo mismo que decir la incompetencia personalizada en la mayoría de los casos de una Administración Pública faltona de eficiencia, transparencia y eficacia. Los procedimientos, proyectos, licencias, permisos son engorrosos, fastidian más que ayudan, pesados más que ágiles, complicados más que sencillos. Todo envuelto en la disculpa salomónica de buscar una seguridad jurídica, que la propia naturaleza de su funcionamiento la pone en duda y por supuesto la falsea. Su rigidez tiene necesariamente que transformarse en agilidad competente, no estorbadora, sino impulsora de actividad económica que tenga beneficios sociales añadidos.
Los controles y garantías no pueden desaparecer, porque no puede valer todo, sería la selva, sino que hay que buscar siempre la excelencia optimizando los distintos procesos que tengan que hacerse, sin perder el rigor oportuno, como por ejemplo, eliminando trámites que se repiten, pidiendo información que tiene la propia Administración Pública, dando plazos excesivos, impidiendo una relación estrecha entre administrador y administrado y sobre todo un trato digno y respetuoso hacia el ciudadano que paga los impuestos, de donde salen los salarios de los empleados públicos. Es preciso dar valor a la cercanía, que posibilite la solución de los entuertos generados internamente, que después recaen sobre las espaldas de los empresarios o vecinos.
Existe una superioridad ética de muchos funcionarios, que nadie se la ha otorgado, ni la han ganado en una oposición, sino que la han asumido por una supuesta mentalidad vanagloriosa que, mirando desde la atalaya de su posición obligatoriamente resolutiva, hace que tengan una enfermiza desconfianza hacia el contribuyente, generando una paralización de una acción pública generosa, rauda y dinámica. Si unimos la excesiva inflación normativa y proliferación legislativa, tenemos el cóctel perfecto para que nada funcione, todo siga igual, que significa peor y no se avance de ninguna manera. Una burocracia competente debe tener integrada la profesionalización y capacitación permanente de su personal, la responsabilidad moral y la evaluación constante del desempeño que se realiza, que sencillamente se llama para entendernos mejor, productividad, que definiríamos de forma breve como la relación entre lo producido y los medios empleados.
Hay que buscar y encontrar resultados palpables, visibles, además de utilizables, porque la Función Pública está no sólo para gestionar lo normal, lo que tiene que hacer como servicio público, sino también, para resolver problemas concretos y no crearlos, multiplicándolos cual calculadora fuera de control. Es urgente una nueva forma organizativa, acomodada a los tiempos, porque ahora con medios materiales del siglo presente, se resuelven expedientes con tiempos de hace dos siglos. No es una exageración, sino una comprobación diaria en muchos departamentos o servicios.
Los bloqueos derivados de la complejidad burocrática generan pérdidas económicas, frenando la inversión privada y por supuesto, dañando de manera significativa la credibilidad institucional y su querencia popular que está bajo mínimos.