Por Francisco Carballo* | La noticia saltó como un resorte: «La inteligencia artificial está atrofiando nuestro cerebro». El titular, reproducido de costa a costa, citaba un experimento del MIT que, a primera vista, sonaba inquietante e irrefutable. Un grupo de estudiantes redactó ensayos con ayuda de ChatGPT; otro lo hizo a la manera tradicional. Los cascos de electroencefalografía revelaron que los usuarios de la máquina mostraban menos actividad cerebral y entregaban textos más “planos”. El miedo a la cómoda mediocridad volvió a la portada del Washington Post.
Quien lea entre líneas descubrirá que el propio MIT pide prudencia. El estudio Your brain on ChatGPT sigue en fase preliminar, se aplicó a 54 voluntarios y se limitó a ejercicios del SAT. Los investigadores reconocen que no midieron efectos a largo plazo ni escenarios reales donde la IA se usa para intercambiar ideas, no solo para copiar y pegar. En palabras de su directora, Nataliya Kosmyna, se trata de “entender las condiciones” en que la herramienta ayuda o entorpece, no de dictar una sentencia sobre la estupidez colectiva.
La escena recuerda a otras alarmas históricas. Sócrates temía que la escritura arruinara la memoria; en los 70, las calculadoras parecían el fin de la aritmética; en 2008, el ensayo ¿Nos vuelve Google estúpidos? despertaba las mismas dudas. Cada avance promete liberarnos de un esfuerzo —calcular, recordar, buscar— y, a la vez, despierta la sospecha de que esa comodidad traerá pereza mental. Sin embargo, la experiencia demuestra lo contrario: delegar lo mecánico abre espacio para lo que exige juicio, creatividad y empatía.
La evidencia reciente lo respalda. Un estudio conjunto de Stanford, MIT y el NBER siguió durante un año el trabajo de más de cinco mil agentes de atención al cliente. Al incorporar un asistente generativo, resolvieron un 14 % más casos por hora, y la mejora fue aún mayor —34 %— entre los recién llegados. La IA sugería respuestas claras y dejaba al agente humano lo delicado: calmar a un usuario frustrado o negociar una solución justa.
Algo similar observó un experimento con 444 profesionales —abogados, publicistas, analistas de datos— coordinado por Shakked Noy y Whitney Zhang. Con ChatGPT a mano, escribieron un 40 % más rápido y sus textos recibieron valoraciones un 18 % superiores. Al terminar, la mayoría aseguró sentirse menos agotada y más segura de su trabajo.
Los beneficios no se detienen en la productividad individual. Según McKinsey, si las empresas reinvierten las horas ganadas en tareas de mayor valor, la IA generativa podría añadir entre 2,6 y 4,4 billones de dólares al PIB mundial cada año. Se trata de liberar músculo neuronal para decisiones estratégicas, investigación científica, atención sanitaria o, sencillamente, volver a casa una hora antes.
En la vida cotidiana, el cambio ya se nota. Una madre con dos empleos dicta una idea y obtiene un cuento a medida. Un jubilado pide al chat que resuma folletos bancarios en lenguaje llano. Un estudiante con dislexia usa la IA como primer borrador y luego revisa cada frase. Son pequeñas ‘prótesis mentales’ que no sustituyen la intención humana: la amplifican.
“¿Pero si la máquina piensa por mí, no corro el riesgo de olvidarme de pensar?”, pregunta la voz interior. El riesgo existe, como también la tentación de conducir a 200 km/h cuando se inventa el coche. La solución no es prohibir la herramienta, sino aprender a usarla. Los pedagogos que siguen el estudio del MIT proponen algo sencillo: primero, bosquejo manual; luego, apoyo de la IA; al final, revisión crítica. Así se evita el “óxido intelectual” y se enseña a detectar errores o sesgos.
Otro temor es la homogeneidad: si todos pedimos al mismo sistema que redacte, ¿acabaremos leyendo clones? La experiencia sugiere lo contrario. Los borradores de la IA son promedios estadísticos. Destacan lo corriente, pero no lo memorable. El periodista o creativo que aspire a destacar debe imprimir su sello. La diferencia es que ahora tiene un trampolín que acelera lo aburrido y libera tiempo para lo esencial.
Aun así, hay riesgos. Las respuestas automáticas pueden perpetuar estereotipos si no se revisan. Las alucinaciones —ese error fantasma que inventa cifras— obligan a verificar. Y el acceso desigual a la tecnología amenaza con ensanchar brechas. Pero nada de esto es nuevo. La receta incluye educación digital, transparencia y regulación.
En última instancia, la pregunta sobre si la IA nos vuelve más tontos plantea una falsa dicotomía. La inteligencia no es un músculo que se atrofia o se hipertrofia en bloque. Externalizamos lo repetitivo y, a cambio, profundizamos en lo que nos distingue: juicio ético, compasión, sentido del humor, ambición artística.
Lo que el estudio del MIT deja claro no es una amenaza, sino un recordatorio: la herramienta no piensa sola, amplifica cómo la usamos. Si confiamos ciegamente, nos volveremos perezosos. Si la tratamos como un sparring —versado y siempre disponible— ganaremos reflejos, creatividad y tiempo. Y el tiempo, al final, es la materia prima de la inteligencia.
Así que la próxima vez que un titular augure el ocaso de nuestras neuronas, piense en cuánto aprendió la humanidad cada vez que dedicó menos esfuerzo a contar garbanzos y más a soñar con las estrellas.
*Francisco Carballo es director de Gravitad, aceleradora de startups de base tecnológica