Por María de la Luz.
Aquel era el mejor plan que habíamos ideado nunca. Mi hermano y yo éramos unos críos de siete y ocho años de edad respectivamente. Nos chiflaba la fiesta de Halloween y no veíamos la hora de poner en marcha nuestra gran idea. Habíamos pasado un año entero abocados en el cuidado y cría de nuestras preciadas arañas que protegíamos con mucho celo para que no fueran descubiertas principalmente por nuestros padres. En un oculto rincón del patio de casa y en el hueco del tronco de un gran árbol tenían su hogar nuestras arácnidas amigas; nos habíamos ocupado mi hermano Pedro y yo de acondicionar el lugar para que no solo estuvieran cómodas sino para que también permanecieran ocultas en su morada. Nuestra preferida era una grande de color negro que tejía sin parar. Llegó el día y preparamos todo el salón de casa con la mas original decoración jamás vista, colocamos las arañas por los rincones y enseguida comenzaron a aparecer telas de araña por doquier. Cuando llegaron nuestros amigos del cole, alucinaron con el mágico ambiente que habíamos creado para nuestra celebración de Halloween. El momento culminante vino cuando nuestro compañero Matías cayó al piso convulsionando y echando una espuma blanca por la boca. Una gran araña negra yacía sobre su cuello. Todos aplaudieron lo que creían era una gran puesta en escena creada para la fiesta.