Por María de la Luz.
Aquella noche me desperté a su lado. Sabía que era mejor no hacer ruido para que los demás no se dieran cuenta. Había estado esperando aquel acontecimiento por mucho tiempo y tenía la certeza de que el momento había llegado, por lo tanto, en aquel momento anhelaba con todo mi corazón ser valiente. Caminé sigilosamente entre mantos, reclinatorios y veladoras con sumo cuidado de no tocar sus alas, pues me parecían tan sutiles que temía que desaparecieran con el solo soplo de mi aliento, por eso, muy a menudo contenía mi respiración. No me atrevía a alzar la mirada por temor a que alguien me detuviera, así que miraba mis pies descalzos tocar el mármol del piso a cada paso que daban mientras me sentía un tanto extraño. De vez en cuando su revoloteo me hacía trastabillar, pero seguía adelante sintiendo una fuerza misteriosa que me empujaba haciéndome creer que en algún momento emprendería el vuelo. Mientras mis brazos rodeaban su pequeña humanidad, no cesaba de pensar en el momento en que desperté y lo vi a mi lado. Cuando llegué al borde, un viento suave echó mi cabello hacia atrás, y el pequeño ángel desprendiéndose de mis brazos emprendió el vuelo no sin antes tenderme su mano e invitarme a ir con él, miré a mi alrededor y observé por última vez mi habitación, todas mis pertenencias estaban allí como de costumbre, antes de irme me despedí de mis juguetes y le lancé un beso volado a mi madre que dormida yacía sobre el sillón junto a mi cama.