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Pordiosero

Por María de la Luz.

Todos me miraron mientras un profundo silencio intentó delatarme. Emití una sonora carcajada y comencé a explicarles con lujo de detalles como había logrado un traje tan auténtico. Creo que debí convencerlos porque sin terminar mi alegato ya me habían invitado a unirme a su grupo. Este era el quinto año consecutivo que lograba hacerlo. Como todos los años me infiltré en un grupo que esta vez era muy numeroso, había descubierto un mecanismo mas de sobrevivencia, y este consistía en unirme a una juerga que ajena a mi verdadera condición de indigente celebraba por todo lo alto la autenticidad y originalidad de mi disfraz a cambio de comida y bebida gratis. Por eso odiaba con todas mis fuerzas el carnaval, porque lejos de reportarme alegría y liberación de emociones, me afianzaba en el amargo y penoso vestido que me había impuesto mi desgraciada vida. Pero en esta oportunidad un detalle aparentemente inofensivo me sobrecogió, en aquel grupo detrás de un antifaz, una mirada profunda y negra erizó mi curtida piel, sin embargo la marea humana exultante de purpurina y maquillaje me arrastró y me dejé llevar, y pronto yo también cantaba y bailaba como todos, olvidando momentáneamente aquella espeluznante mirada. Entrada la noche que ya se preparaba para dar paso a la madrugada me volví a topar con el antifaz de la mirada profunda y negra, me había seguido y había descubierto mi escondite de miserable pordiosero. Se fue acercando lentamente y a medida que lo hacía descubrí entre sus puntiagudas uñas que mas bien parecían garras una afilada navaja que brillaba en la oscuridad de la noche, mi curtida piel volvió a erizarse y mis ojos esquivaron la espeluznante mirada que se escapaba por los agujeros del antifaz, y activando otro mecanismo mas de sobrevivencia le hablé y le conté entre sollozos lo que tenía que hacer para no morir de hambre, cuando estuvo lo suficientemente cerca de mí, cerré los ojos y tras un momento de silencio los volví a abrir, para mi sorpresa, él o ella se alejaba dejando tras de sí los plateados destellos de sus enormes plataformas. Con el eco de la zamba que retumbaba en el silencio de la noche, y  sin dejar de temblar asumí que yo no era el único que afianzaba su verdadera identidad en el carnaval.

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