Por María de la Luz. Los amantes bailaban como si nadie los estuviera viendo. Danzaban sin dejar de mirarse el uno al otro. Parecía que no tenían conciencia de su entorno. Ensimismados se entregaban sin pudor ni vergüenza a su baile, no se sabía si sucumbían a la melodía o a sus cuerpos entregados a la pasión por la danza. Cada viernes por la noche, en aquel lugar, solían ser el espectáculo que dan los enamorados cuando se rinden a esa adicta locura que es el amor; con cada paso, con cada giro, con cada contoneo de sus cinturas y caderas, con sus brazos entrelazados, con sus manos estrechadas, con sus miradas hipnotizadas, cuerpo con cuerpo, sus movimientos no daban tregua, era el amor que los envolvía con su música. Yo también, sentado en aquella apartada mesa del bar, desde donde a oscuras y en solitario los veía danzar daba rienda suelta a mi soledad, no tenía mas opción que envidiar a aquellos amantes, y también me entregaba sin pudor ni vergüenza a mi tristeza, mis lágrimas bailaban a su antojo sobre mis mejillas y mi paladar no le daba tregua al vaso de brandy que el joven camarero no paraba de llenar. En aquellos momentos, yo no sabía si sucumbía al sufrimiento de haber dejado pasar la maravillosa oportunidad del amor o al arrepentimiento que deja la temible cobardía. Cada viernes por la noche, en aquel lugar ellos, los amantes, se entregaban sin pudor ni vergüenza a su baile y yo, un cobarde solitario, a mi soledad. Cada viernes por la noche, los amantes bailaban.
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